Desacreditado, o el sufrido diario de un acreditado en el Festival de Cine de San Sebastián    


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        Días 0 y 1

Si bien ayer el sol también se dio una vuelta conmigo por las taquillas del Teatro Principal, hoy, que comenzaba la 60 edición del Festival de Cine de San Sebastián, parece que se lo ha pensado dos veces antes de salir, y así, me ha permitido acercarme a la proyección de la película inaugural con la grata sensación de no haber sudado durante el paseo desde mi pensión hasta el citado lugar de culto.

Para los que no son donostiarras, indicar que el Teatro Principal está situado a unos escasos cien metros del ayuntamiento de la ciudad, es decir, muy cerca de la bahía de la Concha, en su frontera con lo que es ya más puerto que playa.  

Y para los que nunca han asistido de manera continua, a lo largo de varios días, a un festival de cine, afirmar algo que no deja de tener su importancia psicosocial; que, entre película y película, uno tiende a encontrarse con personas que por alguna razón conoce, pero quizás no desearía ver, al menos más de una vez al año; y que aquello que le gustaría presenciar, no aparece por ningún sitio, ni en persona, ni en forma de película. Ni el fantasma de Mario Bava, por ejemplo, ni su “Bahía de Sangre”, —título que bien merecería un remake, rodado aquí y allá, siempre en las cercanías de la primorosa (y sulfurosa) Concha.

Empezaba a lloviznar cuando he salido de casa, y peor se ha puesto el tiempo según recorría la calle Urbieta. Ya muy cerca de la italianoide bahía, me he encontrado con Foguea, un tipo greñudo y preguntón, que en cuanto me ha visto me ha medio gritado todo ufano:

—He comprado dos paraguas por el precio de uno. En un chino.
Sin ofrecerme el que debía de tener de sobra —que yo no veía por ningún sitio—, ha empezado con un interrogatorio; breve, conciso. Es un tipo experimentado. Sabe exactamente lo que tiene que decir. ¿Acaso no me preguntó lo mismo el año pasado? Que si qué tal en Barcelona. Ya no vivo allí. Que si estoy acreditado. Sí. Cómo. Por una página web. Cómo se llama. A ti que te importa le he querido decir; y una mentira le he soltado. Bueno, bueno. Vale, vale.

La película inaugural. Qué decir. Buena o mala, en la pequeña sociedad de cinéfilos, cinéfagos, críticos de postín, enteradillos, hombrecillos de a pie, y jovencitas con demasiado tacón, que nace, se reproduce (¡de qué manera!), y finalmente muere alrededor del Festival, está muy mal visto valorar una película, sin tener más referencias que la que supone ser la primera. No vaya a quedar uno como una especie de connaisseur. O como un gilipollas. Nadie se arriesga. Y esto bien lo saben los programadores (que alguna vez también se vieron en las mismas).  Lo mejor es callarse y ver otra película de inmediato. O tomarse un café (nunca un cafelito, que estamos en San Sebastián). O volver a las taquillas, y empezar a investigar sobre las posibilidades de poder conseguir una invitación para la fiesta de inauguración. En estas estoy.


        Día 2


Me he levantado con el estómago revuelto, y con un ligero dolor de cabeza. Todo, gracias a la ayuda de un amigo, Nibel.  

Antes de que se me olvide, —después quizás me den ganas de escribir algo sobre mis aventuras en la fiesta de ayer—, me veo en la obligación de opinar sobre una cuestión que muchas veces se pasa por alto. La música. Dejando de lado los musicales, y las películas hechas para adolescentes (y ya nos hemos quitado de encima al menos la mitad de la producción mundial), es bien triste observar el escaso caso que le hace el director de cualquier obra cinematográfica a la que será la banda sonora de su próximo trabajo. Las más de las veces, todo se deja en manos de un músico, y esto con suerte. Si comparamos la evolución (positiva en general) que ha tenido el tratamiento de la imagen en el cine, el maltrato al que ha sido sometida la música es todavía más evidente. Se trata más de violencia psicológica que física. No es tanto lo que soportan nuestros oídos en las salas (que ya es), sino lo que uno acierta a adivinar en muchos pases: el desperdicio innecesario de cientos y cientos de escenas rodadas sin pensar para nada en su futuro y feliz maridaje con una serie de combinaciones musicales. O lo que es lo mismo,  y yo no me avergüenzo al reconocerlo, dame una buena banda sonora, y te perdonaré tus faltas de guión, de casting, de montaje. Las que quieras, casi.

Voy por la cuarta película del festival. Dos francesas, una iraní; otra chilena. ¡Qué más da el país de procedencia! Siempre que no sea española, estoy dispuesto a ver cualquier cosa. Algo que debe saber cualquier neófito, a medida de que transcurre el Festival (cualquier festival), es que el cerebro del crítico acreditado, ya con un par de pelis en su haber, ya con tres o cuatro conversaciones cultas en la esquina por la que elegantemente pasea el puterío gordiano de la ciudad, sufre un proceso, más y más intensivo, por el que puede asimilar historias en la gran pantalla que en ningún otro lugar o momento serían posibles de soportar —mucho menos en el zulo en el que cada uno sobrevive, con un televisor de veinte pulgadas, analógico, y con el catre a unos cinco metros de distancia—. Siendo sincero.

A algunos les va eso de la internacionalización de sus saberes cinematográficos, con ciertos tintes imperialistas. Es como si viendo una película peruana se sintieran de alguna manera descendientes de Lope de Aguirre, reconquistando las Américas desde su localidad, en la que, con el culo sufriente, creen comprender la nueva realidad de los campos de coca. Otros, sin embargo, todo lo contrario, aprovechan estos días para ponerse tibios de cine patrio, —ya estrenado, y sabiamente vapuleado entre todos—. Unos pocos hacen mezclas argumentales tan demenciales que sugiero desde aquí la presencia a tiempo completo de un psiquiatra profesional en las inmediaciones del Teatro Principal para hacer entrevistas pre y post festival a cualquier crítico que se precie.

Y sin darme cuenta, casi ya he agotado el espacio que me han asignado para el segundo día. ¿La fiesta de inauguración? Majestuosos canapés, los reyes de la noche, que cada vez pide menos alcohol, no sea que la verdad empiece a fluir por la ciudad. Le vi a Foguea. Tenía los labios enmayonesados. Sentí ternura por él; cosa rara.


        Día 3

Mi labor de crítico, en ocasiones, me obliga a escribir sobre temas que no me resultan demasiado atractivos. Así que me voy a quitar de encima, con un par de buenas ostias en el teclado —pobre—, uno de los ciclos que hacen llenar las salas de cine de la ciudad. “Las peores películas americanas de los años 80”. Impresionante la labor de excavación en los vertederos del séptimo arte por parte del equipo del Festival. Mis más sinceras felicitaciones. Va a ser difícil superar este ciclo en el futuro, a no ser que se vaya directamente a contratarlo con los mandamases de Hollywood.

Las uniformadas y bien numerosas tropas de azafatas y azafatos parece que ya se empiezan a enterar de cuál es su verdadero trabajo. Si bien el primer día hacían demasiadas preguntas, y requerían identificación acreditadora, hoy me han hecho el favor de ni siquiera mirarme a la cara. Que por cierto, bien hinchados tenía los ojos esta mañana, cuando me he mirado en el espejo, después de quedarme ayer a ver un pase a medianoche de una gran película chilena, y de tener una charla con mi madre a las dos de la mañana sobre lo rancio que se ha vuelto mi tío de Madrid, que se escandaliza cuando visita la Bella Easo, y que, ¡todavía!, es capaz de observar carteles colgando de algunos balcones del Casco Viejo que dan la bienvenida a presuntos y no presuntos, que en su día salieron de la ciudad a buscarse una más que equívoca gloria. Así que además de los dos ojos, otro par de órganos se van hinchando también a lo largo del Festival. Y es que uno está para las ficciones que ve y escucha en la pantalla, no para tragarse de nuevo las mentiras que pasan por verdades el resto del año.

Ahora me doy cuenta de que en sólo dos días, ya he visto tres películas que están montadas a base de cortar y pegar extractos de supuestos vídeos caseros, añadiendo entre medias horripilantes actuaciones rodadas por supuestas webcams, y todo tipo de excrecencias comunicacionales extraídas de teléfonos y aparatos afines. Lo que más me preocupa de esta nueva moda de presentar al espectador una historia, es esto precisamente; que hipotéticamente nos cuentan una. Y si salimos de la sala comprendiendo lo que nos han querido contar no es que sea mérito del director, o montador; lo es de nuestro cerebro, que es más adaptable que un mondongo de plastilina recalentado en un microondas. Pero de esto ya se dio cuenta Griffith en 1915. Nada nuevo, pero no conviene olvidarlo. Recuerden el unicornio de “Blade Runner”. ¿Importa saber a ciencia cierta si Deckard es un replicante o no? ¿De verdad? Lo necesario es hacer pensar al espectador que el director es más listo que él, o al menos, que posee información privilegiada (que quizás algún día se venda al público enterrada en el fondo de un cofre lleno de basura).

Como ya apuntaba antes, lo mejor que he visto hasta ahora es una película chilena en la que un tipo parece que se va a cocer unos espaguetis, y en realidad, lo que quiere es hervir agua para darle un baño a su perro. Cabrón. Aprende, Urbizu; fanfarrón.
Parece ser que ya han llegado un par de visitas “importantes” a la ciudad. De esas gentes a las que les gustaría dejar su carromato en segunda fila, cerca del río, para que el caballo pazca mejor. Sin embargo, les obligan a desplazarse en taxi, y a comer mayonesa más o menos ligera.


        Día 4

Grata sorpresa en el Teatro esta mañana. La sala estaba medio vacía. No sé muy bien por qué, pero por fin he visto una película sin estar rodeado de señoras que, en sus vidas paralelas al Festival, tienen más pinta de ir a la Iglesia que al cine. Es curioso, las señoras estas siempre aparecen en sesiones nada discretas. Que si una historia de zoofilia; que si otra de amor. Eso sí, en los dramas digamos más preclaros, actuales, o presentes, cuando se tratan temas financieros, bélicos o de hospitales en los que hay que pagar por entrar a mear, desaparecen como por arte de magia (quizás aprovechen este tiempo para ir a confesarse).

A sala vacía, o a medias, conmigo el director tiene un firme aliado. Envíen por favor una serie de copias a mi domicilio particular, y les haré una crítica positiva. Pero, ¡ay!, el sudor, los efluvios del populacho me nublan la mente, me cansan la vista, y no digamos los oídos. Y para colmo de males, ahora tenemos linternas por doquier, en plena proyección, en forma de teléfonos móviles, para que, quien sea, sepa cuánto falta para que acabe su programada visita anual al Teatro Principal, y pueda ir a cumplir con su obligada charla cinéfila entre sus allegados, que le envidiarán, —esto es lo peor—, el haber presenciado un terrible drama por el que, por el espacio de unos trescientos cincuenta y cinco días, tendrá cabal opinión sobre todo lo que pasa en este mundo en el que vivimos. “Porque como ya se veía venir en la película del donostiarra Medea …”, etc, etc.

La cosecha de hoy, ni fu ni fa. Ya van dos películas dedicadas a los tiburones —y demás especies de escualos— que se ganan la vida jugando al Monopoly con los ahorros del personal. Digamos que ambas comienzan bien. Atraen al espectador con una mezcolanza de temas que de partida son innegablemente atractivos (y más lo son las señoritas de las que se rodean). El problema es que, según va quedando claro en la historia quién tiene mejor afilados sus colmillos, es este mismo personaje el que se va convirtiendo en el protagonista absoluto de la película. Es decir, el hijoputa, ¡también triunfa en la ficción! Se crea un inconsciente colectivo por el que al final el público da por hecho que el mayor y mejor canalla tiene derecho a hacer lo que hace. Y es que yo preferiría que ocurriera todo como en “Psicosis”. La señorita Jane Leigh debe morir a la media hora de película. Es casi una cuestión de buen gusto. Volvamos a “Blade Runner”, de todas maneras. La empatía no nace de la nada. Para sentirla debe existir alguien vivo hacia quien practicarla. Aunque sea Margaret Thatcher; ficticia o no. Lo que no entiendo es por qué los directores de cine no juegan más con este concepto. ¿Por qué no ruedan un biopic de Rockefeller, en el que éste es arrojado a una hoguera en su segundo cumpleaños? Un corto, al menos. Por algo se empieza.

Acabo de tomar una copa (de pago) con Foguea. Decía que la cosa está floja. He estado por decirle que si el trago hubiera sido gratuito, el nivel de lo visto hasta ahora sería cojonudo. Pero mejor no pasarse de listo con él. A fin de cuentas, tiene razón. La noche invitaba a ver otra película a medianoche, pero mañana tengo que madrugar. Uno ya tiene sus años. Se me secan mucho los ojos por el día si no los hidrato con un buen sueñecito por la noche.

Antes de apagar la luz final, esta semana estoy leyendo a Sófocles, aunque sólo sean unas líneas.


        Día 5

El madrugón ha valido la pena. Una mexicana. La historia de un emigrante que vuelve a su pueblo después de estar una temporadita en Nueva York. Junto con la maleta lleva de equipaje un sintetizador con el que piensa tocar en un grupo. Un tipo tranquilo, que quiere a su mujer y a sus dos hijas. Buen rollo. Tan bueno que te das cuenta, al salir del teatro, de que una película de estas vale por cuatro cajas de pastillas contra la ansiedad. Si algo hace bien este Festival es apoyar al cine latino, que es, sin duda, el mejor futuro que tiene este arte (si es que le queda alguno). Sin embargo, surgen problemas en la familia. La madre se queda embarazada. Una visita al hospital se convierte por sí misma en una enfermedad, en un gran cáncer que poco a poco se va desarrollando entre nosotros. Y todavía no hemos visto al doctor; o él a nosotros. No es tanto lo que te ocurra, sino el cómo. Y el cuánto. Cada vez importa menos el dónde. Al final, la cosa se resuelve bien para la familia, pero el gasto ha sido tan importante que este padre-teclista volverá a ser de nuevo un inmigrante.

Los acreditados tenemos derecho a tomarnos un café y un bollo en la sala de prensa del Gran Teatro; a eso de las once. Se agradece mucho. Cuando he entrado, salía Lirondo. Otro de los grandes clásicos locales del Festival. Todos sabemos que sólo saluda cuando quiere añadir al saludo cuatro o cinco preguntas. Supongo que se dirigía a la rueda de prensa que iba a dar en unos minutos una actriz tan conocida como mediocre (por decir algo). Pero no era mi intención recibirla, por lo que me he ido a ver otra película.

Ya que hoy la cosa va de hospitales, decir que la comedia vasco-catalana que he presenciado después del café me ha dado bastante vergüenza ajena. Financiada por uno de los más conocidos grupos hospitalarios del país, se hace notar al espectador, acudiendo una vez más a la inconsciencia colectiva, que eso de llevar de urgencias a tu amorcito a un hospital público es una idea de locos. Si realmente amas a alguien, llévale a un sitio discreto, y privado, en el que quizás incluso puedes hacerte amigo del doctor.

He ido a comer a casa bastante tarde. Charla con mi madre acerca de lo idiota que es la gente que va al Festival. Le estaba dando la razón, pero tenía el tiempo justo para marcharme a ver otra peli, por lo que le he dejado un poco con la palabra en la boca.

Una serbia. Esta gente se está ganando a pulso una entrada especial en el diccionario de la RAE. Puedes ir a ver una peli de terror; o una porno. Si dices que vas a ver una serbia, es que vas a hacer las dos cosas a la vez. Una historia de jovencitos que viven en los aledaños de Belgrado. Bellísimas chicas que hacen lo que sea porque alguien les haga un poco de caso, enganchadas al teléfono móvil, a la droga de turno, y como seres humanos, a la inoperancia más absoluta. Eso sí, unos cuerpos de cojones. Lo que me gustaría ver en pantalla es a una protagonista que sea baja, fea, gorda, con un acné de caballo, sin tetas aparentes, y un culo como de aquí a Belgrado. Y se la mame a un chico guapo y cabal. Esto sí que sería un cambio. Porque lo esteta y el empacho visual no casan nada bien. Por mucho que la historia valga la pena de ser contada.
Y es que ya son cinco días de Festival. Se notan, eh.


        Día 6

Si es verdad que una buena película nos puede servir de guía para conocer algunos rasgos de sociedades que desconocemos, cualquiera con dos ojos de frente, y con un poco de paciencia, debería intentar ver todo el cine oriental que pueda en un Festival como el de San Sebastián. El primer problema es que este año su presencia es muy escasa. A falta de ver el pase de una miniserie rodada para la televisión japonesa, lo único que se me ofrece es un doble programa de cine chino. Nada ha venido de Corea, Tailandia, Filipinas, o Taiwan. Algo grave está pasando; pero que muy grave.

Me suele gustar pensar, a la vez que veo una película, cómo es el rodaje de ésta. Y cómo el director intenta hacer su trabajo, usando métodos que a fin de cuentas nacen de la propia idiosincrasia de su país. Así, en el cine chino, tan dado a las masas de gente que siega, vende pescado, o fuma en silencio, se suelen apreciar únicos ejercicios de equilibristas, sin red, en los que se ruedan escenas que intentan describir la hijoputez general que representa el mundo moderno, el viaje de ida (y/o de vuelta) a lo urbano, o a lo rural, a la vez que su propio rodaje debe de ser una muestra particular de lo que precisamente se quiere lanzar como mensaje, más o menos denunciante, en la película. Escribo debe de ser porque es difícil afirmarlo desde aquí, pero me da la sensación de que estar a las órdenes de un director chino, rodeado de una muy generosa ración de competitividad que surge entre todo el equipo de cámaras, técnicos, ayudantes, etc, etc, no debe de ser (otra vez) muy agradable. Para que salga bien la denuncia en pantalla (todo el cine chino es una denuncia de algo, —llevan la revolución cultural en las venas—), parece que hay que usar un método que no estaría de más denunciar. Por esto lo de equilibristas.

Creo que, sin embargo, soy de buen conformar. Basta que vea delante de mí una serie de cuencos de arroz, verduritas, pescaditos, unos palillos, un poco de licor, un cenicero lleno de colillas, un par de ojos rasgados, un cielo contaminado, lluvia, barro, y algún tipo de conversación. Más que suficiente.

Nada de esto último se ha presentado en el bar de bocatas en el que he comido. Lo que más asco me ha dado del lugar (aparte del trato que le dan a uno) es esa capa de basura depositada en el suelo que existe con frecuencia en la hostelería donostiarra. A veces es visible; otras, no tanto. Cuando he terminado el bocata, me he encontrado con Nibel. Me ha hablado de siestas y de fiestas. A ver.

Por la tarde, tocaba cine francés. Hay una novela por ahí de Zola llamada “El error del padre Mouret”, a partir de la cual Georges Franju rodó su película. Un cura rural vive un amour fou con una jovencita más selvática que cualquiera de los personajes de Kipling. Pero su pecado, error, o falta, no es éste, sino su posterior e incomprensible vuelta a la religión, y a los rezos. El mensaje es claro; la historia, menos popular de lo que se merece. En Pamplona, el padre Moret tiene una calle dedicada a él, y bien céntrica. Pero lo que no sé es por qué, porque allí son muy dados a las cruces.
Más tarde, doble ración de cine latino. Así uno se va contento a la cama. Mañana me lo tomaré con más calma. Casi se me olvida: la última peli la he visto con un antiguo compañero de la universidad. ¡Qué mala pata!



        Día 7


El cansancio empieza a hacer mella de verdad. A esto se une el hecho de que las salas cada vez están más llenas. Hay un verdadero frenesí en la ciudad por hacerse con una entrada de cine. Incluso el cine más austero y lento empieza a parecer atractivo y dinámico, rodeado de gentes variopintas que incluso comentan la película a la salida del Teatro Principal, que ya casi se parece al Gran Teatro de Oklahoma de Kafka. Ver para creer.

Esta mañana he visto una de chicas guerreras. Una para todas; todas para una. Todo va bien hasta que deciden vivir en comunidad en una destartalada mansión. El director pierde los papeles. Se le va. Quizás su problema es que trate de ceñirse demasiado a la novela en la que está basada la película (que no he leído ni pienso hacerlo).

Cuando uno lee una novela, y alguien la adapta al cine, lo que quiere es seguir leyendo la novela en imágenes. Cuando se desconoce la obra literaria, uno prefiere que la historia sea manejada más por el/la director/a que por el/la escritor/a. Así de caprichoso soy yo, al menos.

Gran programa para la tarde. Miniserie japonesa de cuatro horas y media. La venganza de una madre que pierde a su pequeña en forma de maldición sobre las amigas de su hija que no hacen nada por intentar descubrir al asesino. La historia en sí no es nada del otro mundo, pero la estructura se sostiene en base a cuatro o cinco elementos comunes al cine japonés moderno. A saber: giros argumentales insospechados; estética diferente y contundente; cierta amoralidad que envuelve el conjunto; sentido del humor único; belleza femenina. Este último componente se puede decir que es común al cine universal, pero para sí quisieran muchos directores americanos o europeos hacer un casting en Tokyo.

Al salir del teatro, le veo a Foguea. Le intento evitar, pero se me acerca y me pregunta si le puedo dejar mi acreditación para una amiga. Le digo que no. No es la primera vez que lo hace. Se liga en algún sucio lupanar una chica a la que quiere impresionar, y la engatusa con promesas de vino y champán gratuitos, previa visión de algún truño nórdico, para luego asaltarla sin ningún tipo de discreción de camino a la discoteca. Todo esto es de sobra conocido por las autoridades del Festival, pero le dejan hacer, y lo que es peor, año tras año, consigue estar acreditado.

Para variar, me voy a ver una norteamericana. Una vez más, la cago. Argumento digno de la época medieval, trasnochado, reaccionario. Prefiero ver una película de Dreyer, quien al menos sufría mientras rodaba. Y es que la conjunción de lobotomía y séptimo arte dan por resultado una serie de rodajes que, y valga la redundancia, se ruedan rodando cuesta abajo. Con una facilidad extrema. Como una pequeña bola de nieve embarrada de origen, que según baja por las laderas del poblado de Hollywood, cada vez es más grande, y se va pareciendo inequívocamente a lo que sería un tordo de dinosaurio herbívoro.

Así, me tomo un par de cervezas antes de regresar a casa, donde me espera una pequeña charla sobre Grace Kelly. Pobrecilla.


        Día 8

Penúltima jornada. Me esperaba por la mañana una escocesa. Padre e hija conviven en una estación de servicio en lo más inhóspito de las Tierras Altas. Gran película. Hace años que estuve por allí, y ciertos planos me provocaron algunos déjà-vu.

Lo que me hace pensar en la idea de que seguramente sigo manducando películas con la única esperanza de que algún día veré en pantalla justamente la historia que uno va acumulando en su cabeza a lo largo de la vida. Mientras, uno juega a imaginarse que todavía es un niño, y se deja atrapar por lo que ve. No es mi intención quedar aquí como un apocalíptico, ¡pero es que ya queda tan poco tiempo! Más o menos por la mitad, y ni siquiera sé el papel que tengo en la peli. Y al contrario de lo que ocurre en el Principal, mis espectadores van dejando la sala cerebral por momentos.

Stop. El existencialismo que viene del Norte de Europa no deja de ser peligroso. Sobre todo el que viene de más allá del Benelux. Gente amenazante, cargante y cruel; fanática y manipuladora.

La segunda película mañanera me ha dejado con muy mal sabor de boca. Una suizo-germana. La peor combinación que hoy en día nos podemos echar a la mente. Personajes muertos antes de rodar. Esas actrices y actores aspirantes a recrear la época de Fritz Lang en Alemania se ve que están tan jodidamente aburridos en sus vidas reales que plasman su situación personal en el plató con un descaro que hace auténtico daño a nuestras almas mediterráneas. La tristeza de una mujer colombiana que vive entre unos asesinos granjeros dedicados a la coca es más alegre que la de un suizo refugiado en el sótano de su mansión dando de comer a un pajarito que cuida como si fuera más real que la prole que habita en la misma casa y de la que no sabe nada hace semanas.

Tras una iraní y otra paraguaya (ambas dignísimas), me he encontrado de nuevo con Nibel, quien me ha sugerido la idea de acercarnos a uno de los museos con más caché de la ciudad, donde aparentemente se iba a celebrar una fiesta a la que sólo podían acudir los acreditados como industria del cine. Es decir, todos. Y hemos entrado. Allí estaba Foguea, con una jovencita, que parecía cubana, agarrada a sus gráciles greñas, ya bastante intoxicada. De anteriores vinos peleones, y del que servían en el propio museo.

Han pasado por delante de mí rostros desconocidos en su mayoría, con los que se pueden mantener conversaciones más que decorosas. Lo importante es aguantar el tipo, o lo que es lo mismo, de vez en cuando hay que salirse por la tangente con un giro conversacional que nada tiene que ver con lo hablado hasta ese momento. Cómo quedan mejor las croquetas en casa, a la vista de lo grasientas que están las que en ese momento se degustan. Qué hacer un día de huelga general, cuando a uno le entran ganas de comer un pastel en cierta cafetería por la que pasa (sin entrar) todos los días el resto del año. Cuál es el mejor momento para salirse de una sala de cine sin llamar la atención; o todo lo contrario. El por qué cuanto más te conocen de vista en un cine, más compasión sienten por ti. Dónde se encuentran las mejores chicas de la ciudad, a ser posible venidas de muy lejos.
       

        Día 9

Se acerca el abismo de la depresión post-festivalera. Ya lo empiezo a sentir. No quiero ser agorero, pero estos temas mejor dejarlos claros al principio. También deseo felicitar, antes de que se me olvide, a todo el equipo de personas, máquinas, zombies y animales que han ayudado a que el Festival llegue a feliz término (exceptuando a un mocoso que me exigió le mostrara mi acreditación para que yo pudiera seguir bebiendo cerveza a la salud de los amigos que me colaron en el garito que él malcontrolaba).

Para terminar de una manera más relajada, hoy sólo he visto un par de pelis. Dos latinas, de nuevo. Una sobre las aventuras de un abuelo con Alzheimer. Otra, sobre las desventuras de una chica a quien no le gusta dormir en un tienda de campaña (y a su maridito menos). Pasoliniesca orgía de burguesía donostiarra en la sala. Que Dios la libre del Alzheimer, y de que le de también por invadir los campings de este mundo. Así los demás dormiremos más tranquilos bajo las estrellas.

Habiendo hablado con Nibel sobre la estrategia más inteligente para colarse en la fiesta de Clausura, me he encontrado con Foguea en el puente del Kursaal. Ya le había visto ir y venir por este sitio entre las dos películas anteriores, y como parecía estar repitiendo la jugada, le he preguntado a ver si daban algo gratis por cruzar el puente cuantas más veces mejor, cargado con la propaganda que se nos regala a los críticos en las taquillas del cubo mayor.
—No, hombre, no. Lo que pasa es que me estoy despejando de lo de ayer, y el aire del mar me viene muy bien. ¿Qué? ¿Te ha gustado la sueca?
—Prefiero tus cubanas— le he contestado, dejándole con la boca abierta, esta vez sin mayonesa. Después me he pasado un momento por casa para abandonar a su suerte la colección de postales, fotografías y afiches que reparten con alegría inusitada las poco ecologistas productoras que intentan hacer negocio con sus productos y subproductos. Mi madre me ha dicho que como mañana mismo no tire todo a la basura, ella se encargará de hacerlo. Así que supongo que me tengo que dar prisa, y esconder lo más importante en algún rincón.

Finalmente, he conseguido entrar. No podía ser de otra manera. No he querido beber mucho porque mañana ya no hay películas con las que sobrellevar una resaca. Y otra vez, Foguea, que no sé cómo se las arregla para estar en todas. Se encontraba en un feliz y solitario proceso de embriaguez. Vamos a terminar con esto hasta el año que viene, me digo. Me acerco a él, quien ya tenía preparada la munición.
—No he podido localizar tu página web.
A qué tanto interés me he preguntado yo.
—No has buscado bien— le digo. Y la cuestión de rigor por su parte.
—¿Te acreditarás el año que viene?
—Supongo que sí. Tú también, ¿no?
Mientras escuchaba su contestación afirmativa, me he dado cuenta de que realmente era el momento en el que el Festival realmente se acababa. Fin. Hora de decir la verdad, porque sin ella, es difícil sobrevivir el resto del año.
—Foguea, que sepas una cosa. Por muy acreditado que estés, tú, dentro y fuera del Festival, ya estás desacreditado de por vida.


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