Monday, May 14, 2007

Encuentro Con Jack


Hace días dejaba a mis lectores disponiéndome a dejarme llevar por las andanzas de Jack en mi propia cueva. Pero antes de escribir un poco sobre Jack London, hombre que sin duda terminaría por volverse loco en un país como este, voy a dar mi opinión sobre un tema que parece que preocupa en demasía a los compañeros sacerdotes.
Nos dicen que en China hay muchos y desagradables olores, y que Japón, impórtele cuatro o cinco cominos al apuntador si es un país de Asia o no (¿alguien me quiere explicar qué quiere decir Asia?), es un país aséptico, sin olores, sin fragancias - humanas mayormente.

¿Y quién ha dicho lo contrario? Sólo hay un olor en Japón, una esencia primordial; es la de la muerte. Si no la captan ustedes, y la confunden con el olor a desinfectante de las salas de cadáveres, no es mi problema.

Los muertos, o próximos a estarlo, sirven mucho mejor. El servicio es maravilloso. La posibilidad de elección también. Ya son demasiados siglos ejercitando el arte de la estética de la muerte. Esto no requiere más que mi más sincera felicitación. El muslo que danza, y el seno que flota. La sonrisa que engaña, y el cabello que ahoga.
La función es preciosa. No me canso de verla. Aún después de vivir tanto tiempo en esta ciudad, me sorprendo a veces intentando formar parte del escenario que han montado fuera de mi hediondo zulo. Su atractivo es innegable, de una fuerza prodigiosa.
Los hay que consiguen vivir con esta más o menos leve esquizofrenia, repetida día a día, sin descanso. No se muy bien cómo logran hacerlo. Son los nuevos revolucionarios, los que forman parte del Partido, y a la vez se creen que libran una batalla. ¿Contra quién? Contra sí mismos.



Ven aquí y mira qué bien huelen mis cojones después de 10 siglos



Jack London escribió relatos, novelas y ensayos, después de pasarlas bien canutas buscándose la vida en los arrabales del puerto de San Francisco y unos cuantos más. Se hizo famoso por sus relatos de aventuras, pero desafortunadamente nadie le recuerda por sus escritos políticos, donde atacaba sin pelos en la lengua el porvenir de la sociedad americana que él ya entreveía, antes incluso de que se produjera la gran canallada y puñalada a Europa en la forma de la Primera Guerra Mundial.

Les recomiendo que, a falta de una botella de vino a la que agarrarse, y dejándo de pensar en monsergas y en apreciaciones dignas de un aspirante a coronel de guardería, cojan un libro de relatos de London, y pónganse a leerlo en cualquier aeropuerto.

A la vez que avanzan con el relato, se darán cuenta al ver y observar las caras que les rodean, que ahí fuera no hay nadie a quien acudir, no hay nadie a quien preguntar. Sólo hay controles policiales, controles de identidad, de equipaje, de personalidad, y del estado de nuestra cartera. Importando sólo esto, quizás den con alguien que les ayude a hablar por teléfono desde una cabina. Una candorosa alma que pone en riesgo su puesto de trabajo por el bien de la compañía telefónica de su país. ¡No pasa nada! Todos lo saben, y se le permite dejar la escoba y el recogedor por unos instantes.

Mientras el protagonista sin nombre del relato está perdido en la nieve. No hay comida. El frío cada vez aprieta más. ¡Cuánto pesan los sacos de oro! Los zapatos se van desgastando. Las fuerzas ya no son las de antes. Esta noche no hay nada que cenar. Bill está esperando, eso es verdad, más allá de la montaña. Hay que continuar. Un trozo de manta para cubrir los pies hinchados y ensangrentados. Un poco de pesca, sacando todo el agua de una pequeña charca, con la esperanza de que quede algún pececillo al final. Nada. Una pequeña carrera a la caza de un pájaro herido. Ya casi lo tiene en la mano. Pero justo en el momento en el que se le acaban las fuerzas al pájaro, también a él. Ambos esperan. Y cuando él las recupera, también el pequeño animal. No hay comida. Hay que dejar el oro, al menos esconderlo. Pesa demasiado. Otra noche. Se acaba la manta, arruinándola con vendajes para los pies. La lucha con el oso que ve delante se hace imposible. Mejor hacerse el muerto, esperar a que éste lo deje por carroña. Avanza un poco más. La esperanza de encontrar a Bill se esfuma. La esperanza de llegar a la comida que habían dejado escondida a la ida se desvanece. Está perdido, pero avanza. Se empieza a arrastrar. Un lobo enfermo se acerca. Ambos saben que están perdidos. Ambos tienen las fuerzas equilibradas, que no les llegan ni para atacarse entre ellos. Avanzan. Uno al lado del otro.

En este punto el lector da por muerto a este hombre. En esta peregrinación hacia la muerte, no hay nada que haga pensar al lector que este hombre se pueda salvar. Es un despojo humano. Lo único que le queda es la lucha por la supervivencia momentánea, el último duelo a muerte con un lobo que se muere.
Y el tipo se salva, porque conseguirá arrastrarse, por la nieve, sangrando por todos los sitios, hasta la orilla de un río, desde donde le recogen en un barco, y lo salvan. La galleta será su obsesión por lo que le quede de vida.




Jack London (1876-1916)


Ni suicidios, ni poses, ni existencialismos ni ostias. No hace ni cuarenta años que el sobado Mishima Yukio recordó a todo el mundo que el suicidio en la cultura japonesa no es más que el más importante y último paso de la pose, la estética de la máscara por excelencia.


Mezclar pose, servicio al cadáver y la propia supervivencia es algo que está acabando con nosotros en este país. Algunos ya no saben cuándo posan, y cuándo viven de verdad. El barco espera en el aeropuerto, señores, si no quieren comer galletas el resto de su vida. Como perros que sólo bostezan y nunca ladran.                          


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